Ilustración de Ignacio Bogino
Por Ariel Scher
Para Ekuar
El gran Ekuar Guedes carraspeó en su cama del Centro Gallego de una Buenos Aires de la que conocía todas las pizzerías y todas las cuevas en las que alguna vez hubo rock, me enfocó con esos párpados que por algún misterio siempre eran de pibe aunque ya había cumplido los sesenta, puteó contra uno de los cañitos con suero que se le hundían en los brazos gordos, me obligó a que le jurara que no había buñuelos de verdura como los del club Chacabuco, me dijo que era otoño y que le gustaba el otoño y, después de todo eso, me interrogó:
-La Teoría de la Nuca, mi teoría, ¿ya te la conté?
Para entonces, yo estaba acostumbrado a Ekuar, pero acostumbrarse a Ekuar era una tarea inacabable, tan inacabable como el talento que lo transformaba en el mejor sonidista de cualquier época. Un cáncer hijodeputa le masticaba los pulmones y yo, cagón, pudoroso, ni mencionaba el tema. Él sí: Ekuar, un valiente que nunca oficiaba de valiente, lo mencionaba y hasta con nombre. “Cacho es así -me comentó-, Cacho insiste”. “Cacho”, elemental y contundente, había sido el bautismo de Ekuar para su cáncer, un poco porque Ekuar viajaba por la existencia con boletos que no sacaba ninguno y otro poco porque, en su estilo singularísimo, era un caballero y los caballeros de verdad no tratan con indiferencia a nadie y a nada. Ni siquiera a una enfermedad de mierda.
-La de la nuca, en serio te digo. No puede ser que no te la haya contado-, reincidió, persistente, tratando de entonar una garganta que reclamaba más aire, un aire que le costaba encontrar.
Yo volví a mirarlo así como estaba: barrigón como en casi todas sus décadas, entusiasmado como en casi todos sus días, alerta a la música de los músicos y a las músicas del mundo como en todos sus minutos, sonriente porque sonreír le funcionaba como una convicción. Traté de ir para atrás en el tiempo y de recordar la Teoría de la Nuca, pero no me salió. Lo que me salió fue pensar en él. Tremendo tipo, un tipo único.
Va una prueba de que no estoy lanzando una valoración hueca: a Newton, al Isaac Newton de todos los libros de la física y de la ciencia, de la historia y de lo que fuera, lo llamaba “Don Isaac”. Lo suyo no era irrespetuosidad. Mucho menos uno de esos chistes de espanto que, milagro o mérito, retumbaban como obras culminantes del humor cuando, dos o tres veces por año, los compartía desparramando la risa antes de llegar a la última oración. No, no, lo suyo tan suyo se trataba de otra cosa. Ekuar no lo publicitaba pero lo sabía. Lo sabía con una modestia que lo acompañaba sin esfuerzos, una modestia que le resultaba tan natural como su panza o como su barba colorada: Newton o “Don Isaac” era su par, un colega, un socio de ilusiones, más allá de que los caprichos del calendario habían separado las biografías de uno y de otro apenas por unos siglos. Newton se había levantado y se había acostado en cada jornada desafiando los límites de la realidad hasta transgredirlos. Y Ekuar también: también se había levantado y más de una vez ni siquiera se había acostado confrontando con las fronteras de lo dominante hasta vencerlas. Entonces, evalué que era posible, que el gran Ekuar Guedes no me estaba fabulando una de sus locuras impagables: si Newton había legado, muy útil y muy difundida, la Teoría de la Gravedad, Ekuar seguro que había articulado otra teoría sensacional. “La Teoría de la Nuca”, pronuncié en un volumen al que Ekuar le hubiera restado dos decibeles para no joder al enfermo de la cama vecina o porque lo obsesionaba que cada sonido se tornara en un mejor sonido. “Eso”, me agregó. Y empezamos.
Empezamos pero no hay modo de empezar si no se comprende ni a la nuca ni a Ekuar en sus totales dimensiones. La nuca es la nuca y jamás nadie habla demasiado de ella no porque sea una palabra de mínimas cuatro letras sino porque las luces de la celebridad se dirigen hacia otras porciones del cuerpo: hay millones de poemas que encienden el corazón, hay millones de deslumbramientos por el efecto de ciertas caderas, hay millones de esculturas que exaltan colecciones de músculos, hay millones de suspiros por algo que una mujer o un hombre tienen muy visible entre la frente y los dedos de los pies. En la ignorada nuca, en la menospreciada nuca, en cambio, solo se podía fijar alguien como Ekuar.
Alguien como Ekuar: alguien fuera de lo corriente, desentendido de las solemnidades antiguas y modernas, capaz de deliberar sobre las virtudes de una asadito en medio de la final de un Mundial de fútbol o de descubrir que algunas citas sociales requieren corbata justo en el instante en el que, sin corbata, se presentaba en esa cita. Alguien como Ekuar: un mago del oído, del eco, del ruido, del silencio, de los micrófonos, de lo que se propaga, de lo que se apaga, de los instrumentos, de las radios, de que el tañido de una cuerda finita de guitarra se expanda a través de una avenida larguísima y un millón de individuos se estremezcan, de que cien personas afinen sobre un escenario y no se extravíe ni una sola de sus notas, de las orquestas, de los solistas, de los artistas brillantes, de los artistas normales, de los que no son artistas, de la voz. Alguien como Ekuar: ingeniero en sonido sin muchos más títulos que el de su experiencia monumental y el de su genialidad sin techos. Alguien como Ekuar que era alguien como la nuca: si, desde la era de Eva y de Adán, la nuca aceptó su papel colateral frente al reinado público de otras regiones del organismo, Ekuar actuó igual y asumió su rol semianónimo en la construcción de un espectáculo para lograr que las estrellas sonaran como maravillas. Una coincidencia más: nunca conversé con una nuca, pero las habrá felices; Ekuar, un prestidigitador de sonidos al que pocos veían, también era feliz.
“Es fácil”, me detalló Ekuar, puro combustible para esclarecer lo que lo apasionaba, inclusive arriba de la cama esa en donde debatía con Cacho sobre quién de los dos se impondría en la batalla que los enfrentaba. “Es fácil”, me reiteró, con fe en que los enfermeros que daban vuelta con medicamentos en una bandeja se inquietaran por la Teoría de la Nuca. Yo acumulaba práctica en que la cuestión del sonido lo cautivara más que el sol a un astrónomo: una vez, de cara al Atlántico Sur, me había hecho identificar las modulaciones graves de las olas que llegaban, me enseñó a diferenciarlas de las cadencias agudas del viento que partía y me convenció de que la fusión de esos graves y esos agudos justificaba haber nacido; otra vez me confidenció que se imaginaba algo igual a una ópera al ponerle la oreja a las resonancias de miles que estiraban la “o” de un gol. Digamos que, en algún sentido, Ekuar percibía a la vida como una canción sin interrupciones.
-Vos suponé que estás en donde estoy yo, en donde estuve casi toda mi vida: atrás, en la consola. Y suponé, además, que tenés que mirar lo que más importa en un espectáculo, lo que más importa cuando hay música.
Yo, bruto a pesar de los esfuerzos que Ekuar había destinado a mi aprendizaje durante tantos años, me agrandé y repliqué:
-O sea que hay que mirar a los artistas.
Como podía, Ekuar se irguió en esa maldita cama, me dio una argumentación digna de un químico sobre cómo acomodar el cañito con suero que desembocaba en su brazo gordo, y movió la cabeza para acá y para allá: “No -me apuntó, tierno, lejos del enojo- lo que más importa cuando hay música es el público, la gente que escucha”.
Confesión: me tenté con agradecerle, con aplaudirlo, con ofrendarle mi homenaje por ese concepto del arte y de la condición humana que le brotaba espontáneo desde unas sábanas blancas que, sin dudas, pretendía abandonar. No me dio pelota ni intuyó lo que me sucedía. Ya lo avisé: su pasión era más fuerte. Así que continuó: “Yo pongo todo en marcha, registro que mis micrófonos estén como corresponde (porque Ekuar inventaba micrófonos o instrumentos y, como al Cacho enemigo que se le había metido en el cuerpo, les ponía nombre), dejo que avancen los primeros compases y, de ahí en adelante, miro a la gente. A la nuca de la gente”.
Un enfermero que caminaba a unos metros lo escudriñó como si los doctores hubieran pifiado al diagnosticarle un problema oncológico y no uno psiquiátrico. De nuevo, Ekuar, parloteando con el aire escaso, pero con la certeza de un profeta de la acústica, lo ignoró y aceleró su desarrollo: “Si la gente mueve la nuca hacia adelante, como buscando un ángulo para escuchar, quiere decir que el sonido es insuficiente, que no les llega, que, y esto es lo decisivo, no está disfrutando. Si, al revés, muchos se estiran para atrás, casi tratando de tomar distancia de lo que están recibiendo, es que hay algo que sobra, que los jode, que los aleja de lo que los trajo hasta ese sitio”.
Rara vez una teoría se despliega entera y, menos todavía, si el expositor es un paciente de una patología dura en el medio de un centro médico. Ekuar, que en la Teoría de la Nuca integraba las pericias de todos los sonidistas y las ilustraciones que le pertenecían solo a él, también partió ese molde y me dio un manual completo de conductas -“si giran mucho hacia el costado, si los ves medio agachados, si en lugar de un susurro al de al lado le hacen tres comentarios…”- a partir de las cuales no adivinaba sino que reconocía qué debía hacer con su trabajo. Corrijo en tributo a Ekuar, corrijo para concluir la pintura de Ekuar, corrijo porque Ekuar merece la nobleza de ser exactos: no con su trabajo, que no le parecía lo más significativo, sino con lo que concebía el premio mayor de esa erudición que le entraba por las pupilas y le fluía por los oídos. Lo que lo desvelaba era entregarle a quienes estaban allí algo que, llenos de sueños, habían ido a buscar. Cuando eso ocurría, Ekuar sentía algo a lo que también le atribuía nombre, más de un nombre: plenitud, alegría, paz.
Cuando eso ocurría, además, Ekuar charlaba de lo que completó el encuentro de esa vez en el Centro Gallego: un recital de fin de los sesenta, un invento que proyectaba desde sus delirios de MacGyver ancho y no televisado, un beso de sus hijos, una anécdota de sus mil giras con Les Luthiers o con Jorge Rojas, una memoria de sus laburos con La Banda Elástica, con Los Chalchaleros, con Zubin Mehta, con Daniel Barenboim, con el maestro Serrat, con Gieco, con Mollo, con la Filiberto, con Fuerza Bruta, con Martín Bossi, con Valeria Lynch, con Lito Vitale, con los que no eran ni serían famosos pero hacían discos con Ekuar porque Ekuar se encargaba de que el planeta no se llenara de acordes pendientes. Y porque, sobre todo, Ekuar era un hombre bueno.
Antes de despedirme aquel día, me repitió si me quedaba claro lo que me había explicado. Le contesté que sí, que su teoría me impactaba como extraordinaria y que había que escribir un libro con eso. Lo tentó la idea, pero, aun sin perder la convicción de la sonrisa, me respondió que algunas cosas dependían de Cacho y que, por las dudas, no me olvidara de la Teoría de la Nuca.
La humanidad es fea cuando promueve la injusticia, cuando habilita las guerras y cuando nos priva de alguien como Ekuar, que peleó como un campeón y se murió recién catorce meses después de aquel encuentro. Fea y, a veces, lenta, la humanidad. Solo a causa de que es lenta, por ejemplo, todavía no hay estudiantes que, además de la Teoría de la Gravedad, vayan madurando todo lo que implica la Teoría de la Nuca y quién fue su autor.
Ya llegará ese momento, hechicero de sonidos, compañero de atender al mar, querido Ekuar. Hasta entonces, habrá que seguir adelante, con un buñuelo de verdura entre las manos, una colección de chistes de espanto en los labios y, como obsequio eterno, la Teoría de la Nuca, esta que ahora cumplo en contar porque, al cabo, aunque no lo explicitamos en el Centro Gallego, fue la tarea que sentí encomendada. Muchas gracias por hacer de la vida una canción sin interrupciones. Lo digo desde los oídos y desde el alma. Lo digo mientras detecto una foto de Newton, le guiño un ojo con confianza de amigo y le pregunto, a lo Ekuar, “¿cómo anda, Don Isaac?”.